15 de febrero de 2011

A toda velocidad (con delay, del 10 de Septiembre de 2010)

(olvidado en algún rincón de mi computadora)

Son las tempranas 9:25 horas. Acabo de subir al motivo de mi felicidad de hoy. Sí, subir.

Hace más de una semana que estoy como loca preparando mi viaje medio relámpago a la ciudad capital: Berlín, para aquellos iliterados. Resulta que allí hay una Exposición de trabajos para gente con dominio de más de un idioma, preferentemente extranjera, a la que se me antojó ir. Sola. Es en un hotel paquete en las cercanías de Potsdamer Platz y a pasitos, además, de varias atracciones turísticas y/o culturales.

Pero la expo no es hoy, la expo es mañana. Así que si el día y las ganas me acompañan, hoy quiero hacer salida infantil: el Zoológico. Llevaré a la niñita animalera que hay dentro de mí, le regalaré un helado o alguna golosina y, de vuelta a casa, pasaré por el shopping para chusmear las nuevas colecciones Otoño-Invierno. Y mañana sí, casual pero elegante, me dirigiré al evento acompañada de mis zapatitos verdes, el nuevo saquito gris y, quiera la vida, también un fresco rostro y el cerebro a punto caramelo para mostrarle al mundo lo intermedio que es mi alemán. ¿A la salida? No sé, quizá me encuentre con Werner y Monique, mis anfitriones, para cenar o pasear por algún lado.

Así que así ha funcionado mi cerebro en estos últimos días: preparar, preparar, buscar, buscar, imprimir, imprimir (porque me hice un itinerario digno de la asistente ejecutiva que hay dentro de mí, además del pilón de CVs). Hasta dormí medio medio ayer a la noche. Por la ansiedad, calculo. Pero por suerte existen “cosas”, situaciones en el día a día que funcionan como la caricita en la mejilla, la rascadita de espalda, el cachetazo a tiempo. “Cosas”, situaciones que, literalmente, te cachetean. Para bien. Y hace un rato me subí a esa “cosa” y también situación, desde donde escribo: me subí a un ICE. Para quienes no saben, el ICE es el tren conocido como “tren bala”. Esta es la versión alemana y es de lo más linda. Y me da felicidad. Porque no bien se abrieron las puertas de vidrio automáticas que me daban paso a mi vagón, el número 34, sentí aromas de felicidad y escuché voces de felicidad. Aromas a desayuno tibio y voces tranquilas, cansadas algunas, energéticas otras. Y me tranquilicé, y me senté, y respiré, y escuché. A diferencia del tren, yo ya no voy más a toda velocidad.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario